1. El valor del ser humano
Para hablar del valor de la sexualidad debemos hablar primero del valor del hombre. Empecemos pues escuchando a Jesús para de su mano ir transitando el camino. En los Evangelios de San Mateo y de San Marcos aparece una conversación con los fariseos en la que ellos le preguntaban a Jesús por la indisolubilidad del matrimonio. Veamos el pasaje: «Se le acercaron unos fariseos con propósito de tentarle, y le preguntaron: ¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa? El respondió: ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: Por eso dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre. Ellos le replicaron: Entonces ¿cómo es que Moisés ordenó dar libelo de divorcio al repudiar? Díjole El: Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 3 ss; Mc 10, 2 ss).
En esta conversación Jesús se refiere
dos veces al «Principio» para hacer referencia a las Palabras del
Génesis. Remitámonos entonces al Génesis para nuestro análisis: En el
relato de los siete días de la creación, al momento de llegar al hombre
el Creador parece detenerse para tomar una decisión: «Hagamos al hombre a
nuestra imagen y a nuestra semejanza…» (Gen 1, 26). La narración
bíblica no habla de su semejanza con el resto de las criaturas, sino
solamente con Dios. La definición del hombre sobre la base de su relación con Dios («a imagen de Dios lo creó»), incluye la imposibilidad absoluta de reducir el hombre al «mundo». Es decir que desde las primeras frases de la Biblia se deja claro que el hombre no puede ser ni comprendido ni explicado hasta el fondo con las categorías sacadas del «mundo», es decir, el conjunto visible de los cuerpos. A pesar de esto también el hombre es cuerpo.
La
frase «varón y hembra los creó» (Gen 1, 27) constata que esta verdad
esencial acerca del hombre se refiere tanto al varón como a la hembra e
induce a reflexionar en que Dios ha plasmado al hombre en el misterio
de la creación como varón y hembra. En la descripción de la creación del
Génesis 1, es necesario entender también el aspecto del valor: «Y vio
Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gen 1, 31). Esto se refiere
también al hombre, incluyendo su cuerpo ya que el hombre, al que Dios ha
creado «varón y mujer», lleva impresa en el cuerpo, «desde el
principio», la imagen divina.
El segundo relato de la creación el cual aparece en el capítulo 2 del Génesis, en el cual se narra que el hombre no encontró en los animales de la creación una ayuda adecuada (Gen 2, 20), constituye, en cierto modo, la más antigua descripción registrada de la autocomprensión del hombre y, junto con el capítulo 3, es el primer testimonio de la conciencia humana. La autocomprensión y conciencia característicos del hombre confirman su realidad de ser creado «a imagen de Dios».
2. La inocencia originaria del hombre
El texto del Génesis que estamos analizando está escrito en lenguaje mítico que es el modo de expresarse de la época sin embargo el término «mito» no designa un contenido fabuloso, sino un modo arcaico de expresar un contenido más profundo es por esto que en esta narración antigua, descubrimos sin dificultad, el contenido, maravilloso de las verdades que allí se encierran.
Cuando Cristo nos habla del «principio» no sólo se refiere al misterio de la creación, sino también a la primitiva inocencia del hombre y al pecado original. El Génesis 3 comienza con la narración de la primera caída del hombre y de la mujer, vinculada al árbol que ya antes ha sido llamado «árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gen 2, 17). Este árbol, como símbolo de la alianza con Dios, rota en el corazón del hombre, delimita dos situaciones diametralmente opuestas: la situación de la inocencia original y la del pecado original.
La inocencia originaria parece referirse ante todo al estado interior del ser humano, de la voluntad humana, e implica la conciencia. En cierto sentido, se entiende como rectitud originaria. El pecado original por su parte significa estado de gracia perdida, la gracia de la inocencia original.
La caída marca la diferencia esencial entre el estado de pecado del hombre y su inocencia original. Sin embargo Cristo en su conversación con los fariseos, cuando se refiere al «principio» ordena, en cierto sentido, sobrepasar el límite que hay entre ambas situaciones del hombre. No aprueba lo que «por dureza del… corazón» permitió Moisés, y se remite a las palabras de la primera disposición divina, «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» que están asociadas al estado de inocencia original del hombre. Esto significa que esta disposición no ha perdido su vigencia, aunque el hombre haya perdido la inocencia primitiva. La respuesta de Cristo es decisiva y sin equívocos. Por eso debemos sacar de ella las conclusiones normativas, que tienen un significado esencial no sólo para la ética, sino sobre todo para la teología del hombre y para la teología del cuerpo que se establece sobre el fundamento de la palabra de Dios que se revela.
El
estado de pecado forma parte del «hombre histórico», del de la época de
Jesús y del de hoy, mientras que la inocencia original proviene de ser
creado «a imagen de Dios». En estas reflexiones hablaremos tanto de
ese hombre «histórico», como de su «principio» y «prehistoria
teológica». La prehistoria teológica del hombre, es en cierto sentido,
«ahistórica», es decir cuando nos referimos al estado del hombre antes
del pecado original, se trata aquí obviamente de una dimensión interior,
que escapa a los criterios externos de la historicidad, pero que, sin
embargo, puede ser considerada «histórica». Más aún, está precisamente
en la base de todos los hechos, que constituyen la historia del hombre
-también la historia del pecado y de la salvación- y así revelan la
profundidad y la raíz misma de su historicidad.
El hombre después de haber roto la alianza original con su Creador, recibe la primera promesa de redención en las palabras del Génesis 3, 15 «Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar». Este versículo es conocido como Protoevangelio, porque de alguna manera preanuncia la buena nueva del evangelio, la victoria sobre Satanás traída por Jesucristo, nacido de María, la redención que traerá Jesús para el hombre histórico. Ya en el nuevo testamento Pablo presenta la perspectiva de la redención en la que vive el hombre histórico cuando escribe «…también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por… la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23).
3. Cuerpo entre los cuerpos
Hoy reflexionaremos sobre el significado de la soledad originaria del hombre, basados en las siguientes palabras del libro del Génesis: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen 2, 18). En el concepto de soledad originaria se incluye: la autoconciencia, la percepción de su propio cuerpo y la autodeterminación.
Autoconciencia: «El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada» (Gen 2, 20). El hombre es consciente de estar solo porque se reconoce «diferente» del mundo visible, del mundo de los seres vivientes.
Cuerpo hecho para actividades humanas: El hombre puede dominar la tierra porque sólo él -y ningún otro de los seres vivientes- es capaz de «cultivarla» y transformarla según sus propias necesidades («hacía subir de la tierra el agua por los canales para regarla» (Gen 2, 5-6)). Esta capacidad, que proviene no solo de la mente sino también del cuerpo, distingue al hombre y lo «separa» de todos los animales. Por tal razón el hombre, desde el principio, está en el mundo visible como cuerpo entre los cuerpos y descubre el sentido de la propia corporalidad. El cuerpo, que le permite al hombre ser parte del mundo visible, lo hace al mismo tiempo consciente de estar «solo». El hombre habría podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros seres vivientes, basándose en la experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio, como leemos, más bien llegó a la persuasión de estar «solo».
Autodeterminación: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gen 2, 16-17). Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvé hablan directamente de la sumisión y dependencia del hombre-creatura de su Creador: Sin embargo, este hombre, creado «a imagen de Dios», debe discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Entiende el hombre lo que significa la palabra «morirás»? Esta palabra se presenta ante él como lo opuesto a todo aquello de lo que el hombre había sido dotado. El hombre debería haber entendido que ese árbol misterioso escondía en sí una dimensión de soledad desconocida hasta entonces. La alternativa entre la muerte y la inmortalidad que surge del Génesis 2, 17 hace parte del significado de su soledad frente a Dios mismo.
Este significado originario de soledad, induce también a reflexionar sobre la posible escasa conciencia que tiene el hombre sobre la verdad que le atañe y que está encerrada ya en los primeros capítulos de la Biblia. La soledad del hombre implica al mismo tiempo una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo.
4. La comunión de varón y mujer
«Entonces Yahve hizo caer un profundo sueño sobre el hombre que se durmió» (Gen 2, 21). Quizá, la analogía del sueño indica aquí un retorno específico del hombre-persona al no ser (el sueño tiene un componente de aniquilamiento de la existencia consciente del hombre), o sea, al momento anterior a la creación, para que, por iniciativa de Dios, el «hombre» solitario pueda surgir de nuevo en su creación «definitiva» como varón y mujer.
El hombre ha sido creado como un don especial ante Dios («Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»: Gen 1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero, por sí mismo; segundo, porque la «mujer» es para el hombre, y viceversa. El que la mujer haya sido formada «con la costilla» del hombre expresa de modo metafórico la homogeneidad de todo el ser de ambos. La homogeneidad del cuerpo, a pesar de la diferencia sexual, es tan evidente que el hombre (varón) al despertar del sueño, la expresa inmediatamente cuando dice: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gen 2, 23). El varón manifiesta por vez primera alegría al ver a la mujer, la alegría por otro ser humano, por el segundo «yo» y la acepta inmediatamente como ayuda adecuada a él. Todo esto ayuda a establecer el significado pleno de la unidad originaria. La expresión «carne de mi carne» hace también referencia a que el cuerpo humano determina al hombre como persona, es decir, como ser que incluso en su corporeidad es «semejante» a Dios.
La unidad originaria se expresa como superación del límite de la soledad, en la que el hombre adquiere conciencia de sí mismo durante el proceso de «distinción» de todos los seres vivientes y al mismo tiempo, se abre hacia un ser afín a él, la mujer. La soledad del hombre se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de la trascendencia propia de la persona, sino también como apertura y espera de una «comunión de personas». «Comunión» indica esa «ayuda» que, en cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir «junto» a otra persona. En el relato bíblico este hecho se convierte en la existencia de la persona «para» la persona.
La comunión de las personas podía formarse sólo a base de una «doble soledad» del hombre y de la mujer que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que constituía la soledad de cada uno de ellos, la autoconciencia, la autodeterminación y el conocimiento del significado propio del cuerpo que lleva en sí los signos del sexo ya que la masculinidad y la femineidad, son dos modos de «ser cuerpo» del ser humano, creado «a imagen de Dios» (Gen 1, 27), dos modos que se complementan recíprocamente.
La teología del cuerpo, que desde el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o teología de la masculinidad y de la feminidad que, en el libro del Génesis, tiene su punto de partida.
Podemos deducir que el hombre se ha convertido en «imagen y semejanza» de Dios no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión que el varón y la mujer forman desde el comienzo. De este modo el relato podría también preparar para comprender el concepto de trinidad de la «imagen de Dios». Esto quizá constituye el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir acerca del hombre.
Las palabras del Génesis 2, 23 (Esto si es hueso de mis huesos y carne de mi carne), indican la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo: sentido, que se puede decir, consiste en un enriquecimiento recíproco a través de la masculinidad y la feminidad. Este concepto, a través del cual la humanidad se forma de nuevo como comunión de personas, parece presentarse en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo contenida en él) con una conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico.
Fuente: Tomado de Teología del Cuerpo de Juan Pablo II